sábado, 5 de enero de 2013

San Silvestre Oviedo 2012

Una instantánea con algunos participantes de rostro familiar...

lunes, 10 de diciembre de 2012

Tentando al destino

La montaña, bien lo saben muchos de los que leerán estas líneas, abre siempre ante quien se adentra en su universo un horizonte de incertidumbre en el que es el propio expedicionario quien ha de saber jugar sus cartas para no verse separado de la partida por un farol a destiempo. Los picos, especialmente en invierno, muestran ante el senderista una miríada de variables cuya conjunción hay que sopesar para lograr regresar airosamente al campamento base. Sin embargo, en ocasiones, la adrelina nos vence, enfrentándonos a peligros solo justificables desde el vértigo que produce la excitación de las cumbres. Pero vayamos por pasos… El objetivo del día era peña Sobia, también conocido como Brazanalgas, bizarro topónimo con el que aludir al techo de Proaza, nuevo objetivo que La Güestia, cansada ya de su largo apoltronamiento, había escogido para desempolvar botas y polainas. Daban buen tiempo, a pesar del frío. Dos coches, siete expedicionarios. Desde las inmediaciones de la localidad tevergana de Carrea ascendimos aún unos metros en vehículo hasta un improvisado aparcamiento desde donde daba comienzo la pista que permitía ir alcanzando sin problemas la vega ante la que se abría la sierra de Sobia. En efecto, el camino, hormigonado, nos permitió ganar metros y más metros sin dificultad, mientras las botas comenzaban a horadar el nieve semivirgen que progresivamente salpicaba pista y prados. Sorprendidos por la rápida presencia del manto blanco, intuimos que nos íbamos a enfrentar a un duro día de caminata entre la nieve. Sin problemas, pensamos; a eso habíamos venido. En un primer momento, la helada nocturna ayudaba a que nuestros pies no se hundieran, si bien éramos conscientes de que a medida que avanzase el día la nieve se ablandaría, y con ella llegarían los problemas. Pasamos al lado de una pequeña laguna congelada en su totalidad, ubicada en el canto que daba acceso a la vega que nos serviría como punto de arranque para la acometida definitiva de Brazanalgas. Buen momento para poner las polainas. Seguimos avanzando, cotejando mapas con el paisaje casi lunar que se abría ante nosotros. Al fin, decidimos que era ya hora de comenzar el ascenso, así que iniciamos la subida a la sierra de la Sobia por su vertiente sur. Desde los primeros pasos nos percatamos de la trampa que teníamos frente a nosotros: una ladera totalmente cubierte por nieve poco compacta y muy profunda, con huecos y grietas ocultos bajo aquella blanquecina superficie que, poco a poco, empezamos a mirar con desconfianza. Comenzaron los problemas. Más de un montañero enterraba las piernas casi hasta la ingle, necesitando dios y ayuda para salir del atolladero. Y eso no era lo peor. ¿Dónde demonios estaba la cumbre? Una avanzadilla del grupo intentó tomar referencias en vano, hasta que uno de los integrantes de la expedición, desde la atalaya que proporcionaba una de las colinas, creyó divisar al fondo una prominencia en lo alto de una cumbre que invitaba a pensar que pudiera tratarse al fin del techo de Proaza. Ni corto ni perezoso, el montañero siguió su caminata, siendo engullido por la densa niebla que nos rodeó antes de que nos diésemos cuenta. Una vez que el resto de los integrantes del grupo llegó ante quien escribe estas líneas, hubo que enfrentarse a la realidad: nuestro compañero había confundido la cumbre, y en esos instantes éramos incapaces de localizarlo. Por fortuna, la niebla se alzó, y al fin vimos a lo lejos un pequeño punto que comenazaba a ganar metros en dirección a un pico que habíamos identificado ya como el de la Siel.la. Aprovechando las reverberaciones que proporcionan las montañas nevadas, le hicimos saber su error, instándole a dar la vuelta, mientras los demás decidíamos desoír al mapa e ir en dirección al punto más alto de la sierra, a pesar de caracer de denominación en nuestros documentos topográficos. En el ascenso hubo que echar mano de todas las extremidades. Nieve, rocas, tropiezos y un precipicio de vértigo a nuestro lado convencieron a más de uno de que mejor nos hubiésemos quedado en casa. Felizmente la cumbre llegó, y con ella la constatación de que, a pesar de nuestra información, sí que parecía tratarase al final de peña Sobia. ¿Bajaremos? Claro. ¡Quién podía sospechar que lo más peligroso estaba aún por llegar! El descenso, honesto es reconocerlo, fue una auténtica locura, y la ladera del pico una trampa mortal. La nieve, reblandecida por el ascenso de las temperaturas, no daba ninguna consistencia nuestras pisadas, de modo que poner las botas sobre ella suponía exponernos, como mínimo, a la rotura de una pierna. En verdad que la bajada fue extenuante, buscando resquicios de roca limpia para garantizar la estabilidad de la pisada. Hundimientos, resbalones, sustos y más sustos. La vega seguía demasiado lejos. Solo el paso de los minutos y el lento y cauteloso avance por entre las rocas nos permitió al fin, sorprendentemente ilesos, llegar a las praderas sin percances de relevancia, lo que celebramos con un improvisado tentempié. A partir de ahí, el descenso hasta los coches resultó cómodo y ameno: lo peor ya había pasado. ¿Pudimos haber roto una pierna, retorcer un tobillo, caer rodando por aquel manto deshecho como mantequilla o dar vueltas como locos en medio de la niebla, mientras la noche se nos echaba encima? Sin duda, pero solo los que pudimos disfrutar de aquella estampa invernal apartada del mundo, sin nada que envidiar a los mismísimos Alpes, sabemos que, cuando te enfrentas a los cantos de sirena de la montaña, tu voluntad queda anulada, salga bien o mal. París bien vale una misa, al fin y al cabo.

jueves, 15 de diciembre de 2011

La mostayal

Ya hace un mes que fuimos a dar un paseo por Morcin y ahora me da por hacer una pequeña crónica, en fin.., vamos allá.

Nos reunimos antes de que saliera el sol cinco amigos para hacer la ascensión a la Mostayal, había dos opciones, subir por Pedrovella o por Peñarudes, nosotros nos decantamos por esta segunda, así que saliendo de Oviedo nos dirigimos hacia Argame, por la carretera vieja a Mieres y una vez allí cogimos la carretera MO-1, hasta el pueblo de Peñarudes, donde dejamos el coche en un pequeño aparcamiento continuo a una pista de futbito y dejando el famoso Torreón de Peñarudes a un lado.

Torreón


Allí comenzamos a caminar dirección al pueblo y luego seguimos por la derecha hasta una pista hormigonada, seguimos por ella y llegamos a una portilla que salvamos por la derecha por que tenia un pequeño escalo para pasar, aquí la pista se hace mas de tierra y se bifurca en dos caminos, nosotros seguimos por el camino que ascendía hasta llegar a otra portilla donde acaba el camino.
Perfil de la ruta
Seguimos ascendiendo por la pradera siguiendo los pequeños senderos, no sabíamos si íbamos por el buen camino por la manía que tenemos de guiarnos por un libro que lleva el amigo Noe, pero tomando como referencia el pico seguimos caminando hasta llegar a una zona que se había quemado, después pasamos una pradera con alguna cabaña y ya nos dirigimos a alcanzar la cima, donde nos hicimos las fotucas de rigor, admiramos el paisaje ya que hay unas vistas esplendidas, se puede ver justo debajo el pueblo de Pedrovella, y también se ve cercano el alto del Angliru.
Aprovechamos también pa tomar un refrigerio el que lo llevo, no era mi caso, y nos dirigimos a volver al punto de partida, de el decir que no seguimos exactamente el mismo camino que para subir, si no que nos desviamos un poco, pero como era todo hacia abajo no tenia mayor perdida, también hubo ocasión para pegarnos algún piño hasta llegar al coche.
Bueno, os dejo con algunas fotillas.








sábado, 10 de diciembre de 2011

Delicias inesperadas: pico Cetín


El celebérrimo Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein concluye con un aforismo tan críptico como lacónico: "de lo que no se puede hablar, hay que callar la boca". En consonancia con la prudencia del filósofo austríaco, nuestra reacción, ante la inesperada propuesta de abordar el pico Cetín, techo de Parres, se aproximaba más al escepticismo que al entusiasmo: "¿qué interés puede tener un pico que no llega a los 1500 metros?". En efecto, hay que callar ante aquello que se ignora. Y, en este caso, nuestro mutismo se vio desbordado por el descubrimiento de una pequeña joya cuya cumbre se nos reveló como un magnífico mirador que abre las puertas a los montes surorientales del Principado. Su dificultad, solo relativa, legitimaba la ilusión por ascender entre sus rocas y peñascos entrecortados, buscando machaconamente la respuesta al interrogante que nos desafiaba desde la jornada anterior: "¿qué interés puede tener un pico que no llega a los 1500 metros?" Pues lo tenía, ya lo creo que sí. Pero será mejor que empiece por el principio.
Poca concurrencia a primeras horas de la mañana para desplazarnos hasta Sevares. Solo cuatro somnolientos montañeros veíamos sucederse entre bostezos y cortinas de legañas los kilómetros que nos separaban del concejo de Parres. Ya en Sevares, una carretera a la derecha, en dirección a Ponga, nos dirigió, tras interminables curvas, hasta el collado Moandi, punto de desembarco. Poco frío para una mañana de diciembre. Las primeras distancias se abordaron sin dificultad, discurriendo por un camino hormigonado que poco a poco fue perdiendo su consistencia hasta dejar paso al barro, compañero inesperado y no poco molesto de la aventura. Ya en Fontecha, se hizo necesario atravesar el tupido bosque que se abría ante nosotros, sorteando con poca pericia las superficies fangosas que encontrábamos una y otra vez. El sendero, ora incierto, ora nítido, nos dejó al fin llegar a un claro, desde el que pudimos avistar a nuestra izquierda el muro infranqueable de pura roca de los montes de Cea y Cetín. De acuerdo con las indicaciones, sorteamos su falda por la vertiente izquierda, jalonada con mojones regularmente presentes. La dificultad iba in crescendo, y con ella la inclinación del terreno, que nos permitió acceder hasta un desfiladero de apariencia poco tranquilizadora. Llegaba el momento de recurrir a las manos. La hierba desapareció por completo. Una mole de piedra irregular, salpicada con caóticas concavidades, era nuestro único asidero para seguir rumbo a la cima. Al fin, un último esfuerzo, ya sujetos con cuidado y atención a cualquier prominencia del terreno, nos abrió la visión de una pequeña cresta desde la que el avance por los últimos metros de la ascensión se hizo de forma algo más confiada. Una magnífica panorámica de trescientos sesenta grados nos permitió adivinar en el horizonte la ubicación del Pierzu y algún que otro pico de contorno faniliar. Ya de vuelta, aprovechamos para reponer fuerzas en el collado Berroña, antes de emprender, sin desviarnos de nuestro camino primigenio, el regreso al coche. Por último, de nuevo en Sevares, cervezas, licores y caldos ponían el punto final a una aventura mucho más prometedora de lo que parecía en un principio. Techo de Parres, ya eres nuestro. Nueva muesca para la culata del revólver de La Güestia.
Vuelvo a mi querido Ludwig y a su Tractatus para concluir. Menciona un poco antes de concluir su complejo volumen de filosofía analítica la siguiente reflexión, de nuevo enigmática:
"Mis proposiciones son elucidaciones de este modo: quien me entiende las reconoce al final como sinsentidos, cuando mediante ellas —a hombros de ellas— ha logrado auparse por encima de ellas. (Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera una vez que se ha encaramado en ella). Tiene que superar esas proposiciones, entonces verá el mundo correctamente".
Ignoro si a Wittgenstein le gustaba la montaña (aunque pienso que no). En cualquier caso, recordé estas palabras mientras regresábamos a Oviedo, y sonreí para mí al pensar en su acierto: todo ascenso deja de tener valor en el momento en el que se concluye, y en ese momento, desprovistos ya de la escalera que nos aupó hasta esa nueva cumbre, la realidad, como un guiño irónico, cobra sentido por completo: al fin logramos ver el mundo correctamente. Gracias, Ludwig.

Datos técnicos:
Meteorología: nublado con precipitaciones puntuales y de escasa entidad.
Tiempo: tres horas.
Distancia: 8,20 km
Altitud máxima: 1134 metros
Altitud mínima: 665 metros

martes, 8 de marzo de 2011

Ensoñaciones en lo cotidiano

En la montaña, como en la vida, las escarpaduras y los roquedales se convierten, ora en estímulos, ora en seductores recuerdos de una monotonía añorada y lejana…
Volvimos a Nava. Las botas, tan poco rencorosas como siempre, esperaban añorantes, de nuevo, la llegada de otra mágica mañana de sábado en la que se saben protagonistas, en la que se reconocen con toda su relevancia. Y ahí estaban, ahí nos esperaban. A unos, en el trastero; a otros, en la zapatera; a algunos, encaramadas sobre un armario. Siempre fieles, calladas y cumplidoras.
Nuestra visita previa a la Sierra de Peñamayor se había saldado con la consecución de no pocas cumbres: el Jueyu, Peñamayor, el pico de los Garamios... Pero quedaba una espina clavada: el Cerro Trigueiro, que se cernía, lejano y desafiante, a una distancia escandalosamente insalvable, tras el cómputo de fuerzas, una vez alcanzada la peña ornamentada con una metálica guitarra en homenaje al más célebre de nuestros folklóricos cantores: el “Presi”. Tuvimos que regresar a casa, pero juramos regresar…
Y ahí estábamos de nuevo, galopando sobre nuestros turismos, rumbo a Melendreros, población de referencia para encaminarnos al Collado de Peñamayor. Una vez inmovilizados los vehículos —y digo bien, pues uno de nuestros coches se aferró con más cariño del necesario al barrizal que descubrimos ante nuestros pies, lo que nos llevó a echar mano de nuestro potencial como mulas de carga para solventar tal incidente— nos echamos al monte desde el mismo collado, optando por dos rutas simultáneas de ascenso, bifurcación esta con imprevistas consecuencias.
Quienes se decidieron por acometer el Jueyu por su vertiente izquierda, siguiendo las pisadas que apuntaban en la dirección de la ruta físicamente más soportable superaron la ladera con rapidez y, antes de los previsto, llegaron al repetidor de televisión, donde un trío de veteranos y experimentados montañeros compartían refrigerio al calor de un incipiente sol. Pero ¿dónde estaba el resto el grupo? Solo dos de nosotros habíamos llegado al pico. Por contacto telefónico, descubrimos que habían optado por otro camino que, a juzgar por sus comentarios, había retrasado enormemente su avance. ¿Qué hacer?
Decidimos seguir, confiando en que los rezagados incrementasen el ritmo, una vez salvadas las iniciales dificultades. La crestería se fue superando sin mayor problema. Peñamayor se alcanzó en un momento, pero… ¿dónde demonios estaban los demás? Nueva llamada, y nueva sorpresa: aún no habían llegado al repetidor de televisión. Incomprensible. Algo muy raro tenía que haber pasado. Indecisos, los integrantes de la vanguardia expedicionaria optamos por seguir avanzando, con calma, en la confianza de ser alcanzados tarde o temprano. Nieve y más nieve. Lomas y más lomas. Al fin, el pico de los Garamios, con su rendido homenaje al “Presi”, nos aguardaba para el merecido tentempié. Una llamada esperanzadora: nos estaban viendo, aunque ignorábamos desde dónde. En cualquier caso, eran buenas noticias, así que nos sentamos a esperar. Por desgracia, el Trigueiro seguía tan lejano como la última vez, y su vértice geodésico, una vez más, inalcanzable.
Nuestra intriga aumentaba por momentos: ya llevábamos media hora parados, y el resto del gupo en algún punto ignoto de la cordillera. Al fin, dos puntos que se movían en las inmediaciones del pico la Camporra nos hicieron abrigar esperanzas. Y, en efecto, transcurridos unos minutos, llegaba el grueso de los rezagados.
Su relato ofrecía, con tintes dantescos, la narración de un ascenso por una vía casi impracticable al Jueyu. No dábamos crédito. Qué lástima de energías desaprovechadas. Afortunadamente, no había que lamentar mayores incidencias, salvo por el hecho de que el Trigueiro seguiría aguardándonos.
El regreso, con la ayuda del GPS, resultó tremendamente cómodo, al alcanzar con facilidad el collado Coballo, y desde este la pista que nos llevó de nuevo a los coches, con la inclusión de una nueva incidencia: algo con pinta de improvisado atajo sedujo a parte de los excursionistas. Mala opción. Saldo final: unos pantalones destrozados y barro hasta las rodillas. No pudimos menos que sonreír: no había sido un buen día para las improvisaciones. Ya restablecidos, unas cervezas y una reconfortante partida de futbolín nos hizo olvidarnos de la fatiga del día, a la espera de próximas jornadas…
¿Mereció la pena madrugar? Yo pienso que sí. Concibo la montaña como un espacio de de liberación, como un recurso para la expresión y el abandono de los fantasmas personales de cada uno. El senderismo y la escalada no se limitan a ser meras excusas para realizar nuevas muescas en la culata de nuestro revólver personal, como víctimas que van cayendo, una tras otra. Para eso ya están los deportes de competición. La montaña, como diría Messner, nos ha de llevar a la meta más importante de todas: al encuentro con uno mismo. Sí, mereció la pena. Siempre merece la pena…
A los demás, ya sabéis: habrá más…