lunes, 10 de diciembre de 2012

Tentando al destino

La montaña, bien lo saben muchos de los que leerán estas líneas, abre siempre ante quien se adentra en su universo un horizonte de incertidumbre en el que es el propio expedicionario quien ha de saber jugar sus cartas para no verse separado de la partida por un farol a destiempo. Los picos, especialmente en invierno, muestran ante el senderista una miríada de variables cuya conjunción hay que sopesar para lograr regresar airosamente al campamento base. Sin embargo, en ocasiones, la adrelina nos vence, enfrentándonos a peligros solo justificables desde el vértigo que produce la excitación de las cumbres. Pero vayamos por pasos… El objetivo del día era peña Sobia, también conocido como Brazanalgas, bizarro topónimo con el que aludir al techo de Proaza, nuevo objetivo que La Güestia, cansada ya de su largo apoltronamiento, había escogido para desempolvar botas y polainas. Daban buen tiempo, a pesar del frío. Dos coches, siete expedicionarios. Desde las inmediaciones de la localidad tevergana de Carrea ascendimos aún unos metros en vehículo hasta un improvisado aparcamiento desde donde daba comienzo la pista que permitía ir alcanzando sin problemas la vega ante la que se abría la sierra de Sobia. En efecto, el camino, hormigonado, nos permitió ganar metros y más metros sin dificultad, mientras las botas comenzaban a horadar el nieve semivirgen que progresivamente salpicaba pista y prados. Sorprendidos por la rápida presencia del manto blanco, intuimos que nos íbamos a enfrentar a un duro día de caminata entre la nieve. Sin problemas, pensamos; a eso habíamos venido. En un primer momento, la helada nocturna ayudaba a que nuestros pies no se hundieran, si bien éramos conscientes de que a medida que avanzase el día la nieve se ablandaría, y con ella llegarían los problemas. Pasamos al lado de una pequeña laguna congelada en su totalidad, ubicada en el canto que daba acceso a la vega que nos serviría como punto de arranque para la acometida definitiva de Brazanalgas. Buen momento para poner las polainas. Seguimos avanzando, cotejando mapas con el paisaje casi lunar que se abría ante nosotros. Al fin, decidimos que era ya hora de comenzar el ascenso, así que iniciamos la subida a la sierra de la Sobia por su vertiente sur. Desde los primeros pasos nos percatamos de la trampa que teníamos frente a nosotros: una ladera totalmente cubierte por nieve poco compacta y muy profunda, con huecos y grietas ocultos bajo aquella blanquecina superficie que, poco a poco, empezamos a mirar con desconfianza. Comenzaron los problemas. Más de un montañero enterraba las piernas casi hasta la ingle, necesitando dios y ayuda para salir del atolladero. Y eso no era lo peor. ¿Dónde demonios estaba la cumbre? Una avanzadilla del grupo intentó tomar referencias en vano, hasta que uno de los integrantes de la expedición, desde la atalaya que proporcionaba una de las colinas, creyó divisar al fondo una prominencia en lo alto de una cumbre que invitaba a pensar que pudiera tratarse al fin del techo de Proaza. Ni corto ni perezoso, el montañero siguió su caminata, siendo engullido por la densa niebla que nos rodeó antes de que nos diésemos cuenta. Una vez que el resto de los integrantes del grupo llegó ante quien escribe estas líneas, hubo que enfrentarse a la realidad: nuestro compañero había confundido la cumbre, y en esos instantes éramos incapaces de localizarlo. Por fortuna, la niebla se alzó, y al fin vimos a lo lejos un pequeño punto que comenazaba a ganar metros en dirección a un pico que habíamos identificado ya como el de la Siel.la. Aprovechando las reverberaciones que proporcionan las montañas nevadas, le hicimos saber su error, instándole a dar la vuelta, mientras los demás decidíamos desoír al mapa e ir en dirección al punto más alto de la sierra, a pesar de caracer de denominación en nuestros documentos topográficos. En el ascenso hubo que echar mano de todas las extremidades. Nieve, rocas, tropiezos y un precipicio de vértigo a nuestro lado convencieron a más de uno de que mejor nos hubiésemos quedado en casa. Felizmente la cumbre llegó, y con ella la constatación de que, a pesar de nuestra información, sí que parecía tratarase al final de peña Sobia. ¿Bajaremos? Claro. ¡Quién podía sospechar que lo más peligroso estaba aún por llegar! El descenso, honesto es reconocerlo, fue una auténtica locura, y la ladera del pico una trampa mortal. La nieve, reblandecida por el ascenso de las temperaturas, no daba ninguna consistencia nuestras pisadas, de modo que poner las botas sobre ella suponía exponernos, como mínimo, a la rotura de una pierna. En verdad que la bajada fue extenuante, buscando resquicios de roca limpia para garantizar la estabilidad de la pisada. Hundimientos, resbalones, sustos y más sustos. La vega seguía demasiado lejos. Solo el paso de los minutos y el lento y cauteloso avance por entre las rocas nos permitió al fin, sorprendentemente ilesos, llegar a las praderas sin percances de relevancia, lo que celebramos con un improvisado tentempié. A partir de ahí, el descenso hasta los coches resultó cómodo y ameno: lo peor ya había pasado. ¿Pudimos haber roto una pierna, retorcer un tobillo, caer rodando por aquel manto deshecho como mantequilla o dar vueltas como locos en medio de la niebla, mientras la noche se nos echaba encima? Sin duda, pero solo los que pudimos disfrutar de aquella estampa invernal apartada del mundo, sin nada que envidiar a los mismísimos Alpes, sabemos que, cuando te enfrentas a los cantos de sirena de la montaña, tu voluntad queda anulada, salga bien o mal. París bien vale una misa, al fin y al cabo.