martes, 8 de marzo de 2011

Ensoñaciones en lo cotidiano

En la montaña, como en la vida, las escarpaduras y los roquedales se convierten, ora en estímulos, ora en seductores recuerdos de una monotonía añorada y lejana…
Volvimos a Nava. Las botas, tan poco rencorosas como siempre, esperaban añorantes, de nuevo, la llegada de otra mágica mañana de sábado en la que se saben protagonistas, en la que se reconocen con toda su relevancia. Y ahí estaban, ahí nos esperaban. A unos, en el trastero; a otros, en la zapatera; a algunos, encaramadas sobre un armario. Siempre fieles, calladas y cumplidoras.
Nuestra visita previa a la Sierra de Peñamayor se había saldado con la consecución de no pocas cumbres: el Jueyu, Peñamayor, el pico de los Garamios... Pero quedaba una espina clavada: el Cerro Trigueiro, que se cernía, lejano y desafiante, a una distancia escandalosamente insalvable, tras el cómputo de fuerzas, una vez alcanzada la peña ornamentada con una metálica guitarra en homenaje al más célebre de nuestros folklóricos cantores: el “Presi”. Tuvimos que regresar a casa, pero juramos regresar…
Y ahí estábamos de nuevo, galopando sobre nuestros turismos, rumbo a Melendreros, población de referencia para encaminarnos al Collado de Peñamayor. Una vez inmovilizados los vehículos —y digo bien, pues uno de nuestros coches se aferró con más cariño del necesario al barrizal que descubrimos ante nuestros pies, lo que nos llevó a echar mano de nuestro potencial como mulas de carga para solventar tal incidente— nos echamos al monte desde el mismo collado, optando por dos rutas simultáneas de ascenso, bifurcación esta con imprevistas consecuencias.
Quienes se decidieron por acometer el Jueyu por su vertiente izquierda, siguiendo las pisadas que apuntaban en la dirección de la ruta físicamente más soportable superaron la ladera con rapidez y, antes de los previsto, llegaron al repetidor de televisión, donde un trío de veteranos y experimentados montañeros compartían refrigerio al calor de un incipiente sol. Pero ¿dónde estaba el resto el grupo? Solo dos de nosotros habíamos llegado al pico. Por contacto telefónico, descubrimos que habían optado por otro camino que, a juzgar por sus comentarios, había retrasado enormemente su avance. ¿Qué hacer?
Decidimos seguir, confiando en que los rezagados incrementasen el ritmo, una vez salvadas las iniciales dificultades. La crestería se fue superando sin mayor problema. Peñamayor se alcanzó en un momento, pero… ¿dónde demonios estaban los demás? Nueva llamada, y nueva sorpresa: aún no habían llegado al repetidor de televisión. Incomprensible. Algo muy raro tenía que haber pasado. Indecisos, los integrantes de la vanguardia expedicionaria optamos por seguir avanzando, con calma, en la confianza de ser alcanzados tarde o temprano. Nieve y más nieve. Lomas y más lomas. Al fin, el pico de los Garamios, con su rendido homenaje al “Presi”, nos aguardaba para el merecido tentempié. Una llamada esperanzadora: nos estaban viendo, aunque ignorábamos desde dónde. En cualquier caso, eran buenas noticias, así que nos sentamos a esperar. Por desgracia, el Trigueiro seguía tan lejano como la última vez, y su vértice geodésico, una vez más, inalcanzable.
Nuestra intriga aumentaba por momentos: ya llevábamos media hora parados, y el resto del gupo en algún punto ignoto de la cordillera. Al fin, dos puntos que se movían en las inmediaciones del pico la Camporra nos hicieron abrigar esperanzas. Y, en efecto, transcurridos unos minutos, llegaba el grueso de los rezagados.
Su relato ofrecía, con tintes dantescos, la narración de un ascenso por una vía casi impracticable al Jueyu. No dábamos crédito. Qué lástima de energías desaprovechadas. Afortunadamente, no había que lamentar mayores incidencias, salvo por el hecho de que el Trigueiro seguiría aguardándonos.
El regreso, con la ayuda del GPS, resultó tremendamente cómodo, al alcanzar con facilidad el collado Coballo, y desde este la pista que nos llevó de nuevo a los coches, con la inclusión de una nueva incidencia: algo con pinta de improvisado atajo sedujo a parte de los excursionistas. Mala opción. Saldo final: unos pantalones destrozados y barro hasta las rodillas. No pudimos menos que sonreír: no había sido un buen día para las improvisaciones. Ya restablecidos, unas cervezas y una reconfortante partida de futbolín nos hizo olvidarnos de la fatiga del día, a la espera de próximas jornadas…
¿Mereció la pena madrugar? Yo pienso que sí. Concibo la montaña como un espacio de de liberación, como un recurso para la expresión y el abandono de los fantasmas personales de cada uno. El senderismo y la escalada no se limitan a ser meras excusas para realizar nuevas muescas en la culata de nuestro revólver personal, como víctimas que van cayendo, una tras otra. Para eso ya están los deportes de competición. La montaña, como diría Messner, nos ha de llevar a la meta más importante de todas: al encuentro con uno mismo. Sí, mereció la pena. Siempre merece la pena…
A los demás, ya sabéis: habrá más…